
Pero también sabe perder. Y esto ya es más difícil. Con su bestia negra Djokovic, respeto y alabanzas. Ni un mal gesto. Es más, si alguien le da pie para una disculpa, corta de raíz la cuestión y reconoce que ese día ha ganado el mejor. Fuera de las canchas tiene sus amigos de toda la vida y suma discretamente otros en el bosque de los que surgen en su camino. Está enamorado y su pareja dosifica con prudencia las apariciones públicas. Saluda a la gente que le aborda en la calle con naturalidad. Se hace fotos, firma autógrafos. Y en la luz de los focos brilla su estrella pese a que no siempre ha tenido la paz de espíritu que necesitaba entre bola y bola. Sabe lo que es la separación de unos padres a los que adora y sufrió como cualquier hijo.
Rafa Nadal es el banderín de enganche para este país llamado España cuando en sus victorias se envuelve en la bandera o se la pinta en las mejillas para animar a la selección española como un aficionado más apasionado por el fútbol. Llegó a Córdoba el martes después de una durísima final del US-Open y dejó claro el mensaje: no vengo a jugar por la Davis, vengo a jugar por España. Lo dice con orgullo, con naturalidad.
En estos tiempos difíciles, mirar a este chico es pensar que con esfuerzo y humildad todo es posible. Y éste es el tiempo de los nadales. Seguro que en nuestro entorno hay nadales anónimos. Esa gente que es capaz de dar lo mejor cuando las cosas van bien y cuando van mal. Los que hacen fuerte a una nación. Éste es su momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario