jueves, 14 de enero de 2010

Breverías en torno al Círculo de Artesanos



Francisco Merino Cañasveras

En una tarde, calurosa y húmeda, del verano del 2005, estaba yo sentado en un banco de la Avenida Francesc Maciá de Terrassa, esperando a un amigo castreño al que le llevaba el libro “Fuente de la Memoria” de Pedro Cañasveras. Fue entonces que vino a sentarse en el mismo banco que yo, el único con la frondosidad necesaria para dar una tupida sombra, una señora ya septuagenaria que me saluda con un amable “Buenas tardes” y una sonrisa iluminando sus facciones. A continuación extrae del bolso un paquete de cigarrillos y enciende uno. ¿Le gusta la lectura, señor? Me pregunta tras exhalar una bocanada de humo. Pues sí, la verdad es que soy un lector habitual, le contesto, mientras noto que, a hurtadilla, mira la portada del libro. Yo también era una lectora empedernida, hasta que la vista me fue fallando. Me dice sin dejar de mirar el libro. Le acerco el ejemplar y le explico quién es el autor y de qué trata su contenido. Observo que la expresión de su rostro cambia de inmediato y, asombrada, exclama. ¡Castro del Río! ¿Es usted de Castro del Río? Me pregunta con la sorpresa reflejada en su rostro. Sí señora, el autor es mi tío, un personaje popular en el pueblo por sus conocimientos de los usos y costumbres sobre las labores del campo, ¿es qué, por casualidad, conoce usted el pueblo? Le pregunto. Sí señor, lo conozco y viví en él durante una larga etapa de mi vida. Allí me enamoré, me casé y nacieron mis hijos, luego, las vicisitudes de la vida me llevaron a abandonarlo en dramáticas circunstancias. Calla la señora y durante un breve lapso de tiempo permanecemos en silencio. Después continúa con sus recuerdos: Yo llegué a Castro procedente de las islas Canarias, mi padre, maestro de escuela nacional, fue destinado a ese lugar donde sentamos plaza. Vivíamos en la casa del “jardinito” en lo alto de la Cuesta de Martos; la casa era propiedad de una señora viuda conocida como doña Lola, tenía un hijo, Joaquín, del cual me enamoré y, poco después, nos casábamos: tuvimos dos hijos, ¿sabe usted?. De nuevo guarda silencio y evoca el pasado. Mi mente, en un acto reflejo, también comienza a cavilar. Al cabo le pregunto ¿No sería por casualidad su padre don Desiderio? En mi niñez conocí a un maestro de este nombre que vivía en “el jardinito”. Su cara se ensancha por la sorpresa y, perpleja, me interpela, ¿llegó usted a conocer a mi padre?... Solamente de oídas, señora… Rosi, mi nombre es Rosi me interrumpe y, repuesto, le doy mi nombre y continúo, yo era entonces muy pequeño y no asistía a clase. Claro, claro musita, usted es mucho más joven que yo… Vuelve al mutismo.


Al tiempo se me viene a la memoria una de las anécdotas que cuenta mi tío en el libro: la del barbero “Caracoles” y el “Niño” que resultó ser un maestro de escuela algo bajito. Creo que hay una narración en el libro que hace referencia a su padre le informo, con ciertas reservas por mi parte, se trata de una vez en que don Desiderio fue a pelarse y el barbero le quiso tomar el pelo, perdón por el juego de palabras. ¡Ah, sí… Lo recuerdo! -comenta con una pizca de ironía-, se comentó por todo el pueblo. ¿Conoció usted a doña Lola, mi suegra, o a mi marido? Me pregunta, y doy una respuesta afirmativa. Entonces la noria de los recuerdos se pone en marcha, afluyendo a mi mente un carrusel de imágines, soterradas en los yacimientos de la memoria infantil, y voy desgranando los recuerdos archivados en ella. La señora por su parte me cuenta, en días sucesivos, sus vivencias en Castro: las salidas con sus amigas, entre ellas Consuelo Morales y Rosa Trenas, sus afanes, sus amores y desamores y, por supuesto, su actual situación. Yo la escucho y así pasamos varios días reuniéndonos en el banco de la avenida.


Tenía yo doce años cuando mi tío Alfonso Cañasveras, que ya regentaba la repostería del Teatro Cervantes, se quedó también con la del Círculo de Artesanos, sito en la casa del “jardinito” a la que hemos hecho alusión más arriba. Cómo no podía llevar ambas a la vez, requirió de mis modestos e infantiles servicios para que le echara una mano con la barra de Artesanos; cosa que mis padres aceptaron sin ningún problema: “Mejor eso que andar apedreando perros por la calle” fue el comentario que hizo mi madre. Y la verdad es que por aquellos entonces -década de los cincuenta-, una vez acabados los estudios primarios, los nenes que por carecer de medios económicos no podíamos acceder a unos estudios superiores, que éramos la mayoría, nos veíamos tirados en la calle gran parte del día y de la noche. Así que un quehacer diario, aunque no fuera remunerado, era una manera de tener recogido al niño y sacarlo de la calle.


Estaba de conserje en el Círculo en aquellos días, un hombre ya mayor que respondía al nombre de Pepe Luna; creo que era un taxista jubilado, pues a menudo iba a visitarle un hijo suyo con un coche chico de aquellos que paraban en la Tercia. Luna y yo pasábamos las horas entre el recibidor de la galería y la puerta de la calle, que ya no lucía aquel pequeño jardín que la caracterizara y estaba pavimentado con cemento. Mi cometido era servir algún vaso de vino al posible parroquiano que, después de dar de mano en la carpintería de enfrente, se llegaba al Círculo; una tarea bastante aburrida que me permitía tener libre todo el tiempo del mundo. Siendo así que, con frecuencia, hacía dejación de mis deberes y me iba a la iglesia a tocar las campanas. Los monaguillos, los primos Pepe Camargo y Paco Pérez (Poetico y Quirro) me dejaban subir con ellos al campanario a tocar vísperas y repicar para la llamada al oficio religioso de turno: misas, entierros, novenas, quinarios… Otras veces pasaba el tiempo jugándome los tebeos a las tangas con Pepe Criado (Rubito Pastor), a ambos nos apasionaba la lectura de las aventuras del Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, El Capitán Trueno, etc. etc.


Hasta que un día llegó Leocricio. Era Leocricio un nene que vivía en el Puente Nuevo y que la directiva del Círculo, encabezada por su presidente José Pinillos, había resuelto admitir como botones; recuerdo que lo equiparon con un traje típico de su labor, muchos botones en la chaqueta y rematado con un gorro redondo con barboquejo y sin visera. Fue por eso que, al tener un compañero en el interior de la casa, ya no lo pasaba tan aburrido y cuidaba más del pequeño bar. Los dos nos distraíamos jugando al dominó, a las veinte chinas y los dos leones y al escondite por la casa que era enorme. Se alzaba la edificación sobre una planta cuadrada, y constaba de dos pisos y desván, en el centro lucía y daba luz un enorme atrio rodeado de amplias galerías interiores y un descomunal salón. A lo largo de estos meses de “labor hostelera” en la repostería, tuve la oportunidad de subir al piso en varias ocasiones. Vivía en él la señora Lola, su hijo (no recuerdo si ya estaba casado con Rosi) y un matrimonio compuesto por un señor bastante obeso que trabajaba en el correo de Sola, y su esposa que se llamaba Maruja; tenían un niño pequeño que en ocasiones jugaba por el portal. De una de las salas del piso se alzaba una escalera de caracol que subía a la torre del castillo, me recordaba a la del campanario; aunque ésta que digo, era mucho más corta que aquella otra, y con más luz.


El presidente, José Pinillos y su directiva, en la que se encuadraban varios carpinteros de la Cooperativa de Carpinteros y Ebanistas: Juan Antonio de la Rosa, Joaquín Caravaca, entre otros que no recuerdo, deseaban dotar al Centro de un dinamismo y amenidad, que buena falta hacía en aquellos tiempos cutres de oscurantismo y represiones de todo tipo. Para ello trajo a la sede un trasto moderno que emitía música y que llamaban un Pick-Up; también organizaban bailes de sociedad que sufragaban con el alquiler de los salones del Círculo para celebrar bodas. A todos estos eventos asistía yo encandilado, en calidad de pinche del bar. Recuerdo con gran frustración la noche vieja de 1957: la directiva había adquirido una hermosa pelota de goma para sortearla entre los socios en esa noche festiva. Yo quedé admirado de la pelota nada más verla en una alacena de la galería que daba a la Cuesta de Martos. Tan ferviente era mi deseo de poseerla, que en una de las frecuentes visitas al campanario de la iglesia, fui hasta el altar mayor y pedí a “los de arriba” que la pelota a rifar me tocase a mí. Como quiera que yo no pude participar en el sorteo, “los de arriba” otorgaron el premio a mi tío Alfonso y, con la alegría invadiendo mi ser, ya me vi pateando el balón en la calle. Vana ilusión. Jamás volví a ver la pelota.


En los primeros meses de 1958, mi tío dejó la repostería de Artesanos. Recuerdo que se la quedó José Moreno Martínez. Este nuevo repostero trajo, al igual que había hecho mi tío conmigo, a un sobrino suyo; un nene de mi edad que había sido compañero mío en la escuela de la Redonda con don Antonio Villalba. Aun cuando yo ya estaba fuera, raro era el día que no iba al “jardinito” a jugar con Vicente (Raviche) -que así se llamaba el chico- y con Leocricio. Así mismo, se dejaban caer por allí varios nenes del barrio y otros que no lo eran, pero que acudían a la llamada del juego; quiero recordar a Fernández, que por estar su tío en la Notaría, ¿o era el Registro de la Propiedad?, no puedo asegurarlo (ésta se ubicaba en una espaciosa sala que daba al zaguán, con un gran ventanal a la Cuesta de Martos) frecuentaba la casa, entre muchos otros. En ese año de 1958 se rodó en Castro la película SOLEDAD, y fue en la sede de Artesanos donde se inscribían los extras y se pasaba lista al personal. Yo tuve la suerte de participar en una secuencia del citado film, concretamente en la primera escena en el Llanete San Juan, cuando unos nenes saltábamos una hoguera al paso de los novios, recuerdo a uno de ellos: Paquito Olmo. Por ese salto nos gratificaron con cinco duros.


Ya en mi adolescencia y juventud, El Círculo de Artesanos organizaba y montaba una caseta en el real de la feria que atraía la atención de gran parte de la población, sobrepasando en amenidad y dinamismo a la caseta municipal.



En fin, valgan estos recuerdos de mi niñez para ilustrar este artículo de la revista, que renueva y recuerda la gran expectación y popularidad que en su día tuvo la sociedad a la cual estamos haciendo referencia. Sociedad que a pesar de los pesares y de las muchas vicisitudes pasadas, aún persiste, permanece y se mantiene viva en un modesto local de las antiguas Escuelas Reales. Por lo que para mí significó, en un momento dado de mi niñez, sirva esta humilde colaboración, de evocación personal y a vuelapluma, para glosar y exaltar los valores sociales y culturales que en su momento encarnó. Valores que defendieron y propalaron un nutrido grupo de hombres con una inquietud social e intelectual digna de admiración, integrados en el sector de los oficios más variados de nuestro pueblo, que agrupaba la artesanía local; de la cual tomó, con toda justicia, su denominación social.

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