jueves, 7 de enero de 2010

Destino




Rafael Millán
De su libro inédito
“CUENTOS EXTRAÑOS”





PADRE


A Pedro la vida le acosaba como jauría cobarde que no se hubiera atrevido con él si no fuese un pusilánime al que la lucha cotidiana con Isabel, su mujer, le venía grande. Tan era así, que varias veces había pensado en hacer la pirueta postrera que le libraría definitivamente de ella, de todo lo que de desagradable había en su vida. Las únicas alegrías de su matrimonio eran Manolín y Marujita.

Dio siempre marcha atrás porque, al borde de una decisión drástica, le parecía inmoral dejar a sus hijos, frutos de un matrimonio arreglado por sus respectivas familias y engendrados casi como por obligación y todavía con menos de diez años el mayor, sin la cantidad mensual que, hasta alcanzar ambos la mayoría de edad, su seguro de vida les pasaría.

Y todo porque la póliza de la compañía aseguradora estipulaba en una de sus cláusulas que el suicidio no era una forma de muerte natural, como si no fuese natural morir a causa de suicidio. "En ciertos casos", pensaba Pedro, "una muerte natural puede ser accidental, ¿No es natural morir?" Nuestras vidas son los ríos... dijo el poeta, "no importa por qué cauce", corrigió Pedro. Porque en su pensamiento bullía la idea de hacer pasar su muerte como causada por accidente; y hasta había planeado cómo.

Había visto llegar su tren tantas veces a la estación de Torrelodones, donde vivía, o a la de Madrid, donde trabajaba (eso formaba parte de su diario ritual), que la velocidad resoplante de éste, el ruido de sus pesadas ruedas que hacían despedir chispas a los rieles, parecían haberle aconsejado que su solución estaba en fingir un súbito desvanecimiento y caer bajo el tremendo chirriar metálico que trituraría su cuerpo en unos segundos. Todo eso muy natural. ¿Se traicionaría a la hora de la verdad con algún gesto o movimiento involuntario que le delatara como suicida, invalidando el pago de la debida indemnización a sus hijos?

De Isabel, ni pensaba. Para su mujer, Pedro había sido siempre un pelele, y eso se remontaba hasta la época de su breve noviazgo, y no se consideraba ligado en absoluto a la arpía, a sus gritos destemplados por nada. La indemnización a sus hijos era lo que le preocupaba.

Tendría que decidirse, que hacer de tripas corazón, y fingir, fingir el accidente a completa satisfacción de 1a compañía aseguradora; ¿no llevaba años fingiendo?, ¿qué más daba una vez, la final? Y, repentinamente, le vino a la mente una idea que le pareció genial, a él que tan horro de ideas de todas clases había vivido hasta ahora. ¿Quién iba a creer en el suicidio de un hombre que regresaba a su casa con juguetes comprados horas antes para sus hijos? Sí, lo haría así: al salir de la oficina iría a una tienda de juguetes en la calle de Fuencarral ante la que pasaba diariamente y compraría los que se le antojasen; después se encaminaría hacía la estación del Paseo de la Castellana y dudaba que, una vez allí, nadie viese en él, llevando aquello, un suicida potencial.

Compró una muñeca rubia de estúpida sonrisa y estilizada figura para Marujita y una pelota de colorines ("para jugar con Manolín", pensó, pero se dio cuenta en seguida de lo absurdo de su pensamiento).

Se encaminó a su destino con la gran bolsa de papel y, como siempre durante años, se dirigió a su andén, el número 2, una vez en la estación.

Miró el reloj que colgaba allá en el centro de la pared frontal y vio que en diez minutos, diez minutos...

Poco después volvió a mirar el reloj, 5,40. Ya estaría el tren saliendo de la estación de Atocha. Dos minutos más tarde, allá en la distancia, apareció su luz potente y pudo oír acercarse su jadeo metálico. Apretó contra el pecho la bolsa con los juguetes (la pelota "para jugar con Manolín") y esperó...


HIJO


"Manolo, no seas pesado” siempre la misma respuesta. Y lo que ella deseaba, a lo que hubiera contestado con un sí rotundo si él estuviera dispuesto a preguntarlo, a Manolo no le parecía haber llegado el momento apropiado de hacerlo.

Estaban, como ella decía a sus amigas, enamoradísimos", pero "hasta la noche de bodas, nada de eso". Manolo, que había parecido al poco tiempo de estar en relaciones con Teresa dispuesto a pasar por el aro, empezó a tener sueños extraños en los que a menudo aparecía su padre, muerto unos años antes en inexplicable accidente cuando esperaba el tren de regreso a casa. Además, le venían a la memoria las frecuentes discusiones entre sus padres, las cuales empezaban por motivos nimios, absurdos, y acababan casi en batalla campal que siempre perdía su padre, que se batía siempre en retirada. Manolo temía, con buena razón (¿no decían todos que él era "el vivo retrato de su padre"?), que su matrimonio iba a ser copia del de sus progenitores.

Manolo sintió a veces la tentación de preguntar a Teresa cómo eran las relaciones entre sus padres, pero le pareció muy indiscreto. Él los conocía sólo superficialmente (de una sola visita) y le parecieron simpáticos, agradables, pero ¿no lo es todo el mundo en visita?

Si Marujita, su hermana, y Teresa fueran amigas, aquélla podría haber "investigado" el asunto para él, pero las relaciones entre ambas eran frías y, además, Marujita vivía con su madre y él en su pequeño apartamento.

Por fin, después de dedicar muchas horas pensando y repensando qué hacer, decidió lanzarse de cabeza al matrimonio como si éste fuese una piscina de agua lustral que purificaría el futuro con su Teresa. Vino la petición de mano, en la que los padres de ella echaron la casa por la ventana, las despedidas de soltero organizadas por amigos de él y amigas de ella, etc., etc. Y la fecha de la boda fue fijada para la primavera distante todavía tres meses...

Largo le pareció el plazo a Manolo; él hubiera querido que todo fuera como llegar y besar el santo, pues temía flaquear en su decisión durante la espera. Y ese temor se hizo más patente cuando un día Teresa le telefoneó para decirle que la licencia matrimonial no estaba lista todavía y tendrían que posponer la boda. Él pensó inmediatamente que la Divina Providencia le estaba echando una mano; era tal el miedo profundo que le producía la proximidad de "ese día" que se sintió enfermo. Y el caso es que a Teresa esa proximidad la hacía más decidida, más dispuesta a arriesgarse y había invitado a Manolo en tres ocasiones a venir a su casa en ausencia de sus padres "para todo lo que quieras", y las tres veces, en momentos decisivos, él se puso tan nervioso que empezó a retorcerse de dolor, quejándose de que parecía tener en el estómago una docena de gatos furiosos. Teresa le hizo ir a visitar a su médico familiar porque, dijo: "No quiero que nuestra luna de miel (anticipada o no) se convierta en un desastre, sexualmente hablando". Ella había oído decir muchas veces, y hasta leído en una de esas llamadas "revistas del corazón" para jóvenes, que una mala experiencia en la noche de bodas puede hacer naufragar para siempre un matrimonio.

El doctor no supo qué decirle a Manolo porque, según él, no había causa o razón física que justificase los inoportunos dolores; concluyó que se trataba puramente de nerviosismo. Le recetó un tranquilizante y procuró, además, alentarle con palabras que quitaban toda importancia a "la cosa".

Teresa le esperaba a la salida del consultorio y, como no supo hacer nada mejor, Manolo mintió: "Nada, no era nada; sólo un pequeño desarreglo que, con estas tabletas que me ha recetado, desaparecerá en un santiamén; bueno, en un par de días o tres".

Esto ocurría seis antes de la fecha fijada para la boda (las invitaciones ya habían sido enviadas a su debido tiempo a parientes y amigos) y ella, virgen impaciente, como tantas veces desde que el compromiso fuera anunciado, le animó de nuevo, no muy veladamente pues no era dada a sutilezas, a tomarse un anticipo a cuenta del futuro himeneo en cuanto se sintiera mejor ("Después de todo, era lo que tú querías y ¿no nos vamos a casar enseguida?"), porque en sus entresijos ella sospechaba oscuras razones: "¿Será impotente? Si no lo es, ¿qué le pasa a este... hombre?", y le molestaba tanta timidez y gazmoñería. Hasta estaba un poco harta de esperar de él un gesto macho. "¿Es que no soy lo bastante atractiva, Manolo?".

Artificialmente tranquilizado Manuel, dos días después se encontraron en su cuarto de soltero y, nuevamente, convenció a Teresa de que era mejor esperar un poco, hasta tener la licencia; se sentiría casi casado entonces, intentó jovializar la expresión, y todo iría como sobre ruedas; además, ¿no tenían toda la vida por delante?

A ella no le quedaba más remedio que resignarse. Ahora le había llamado, explicando la razón del retraso. Y él dejó de escucharla, a pesar de que Teresa continuó habla que te habla. Manolo suspiró hondamente y deseó que nunca estuviera listo el detestado documento municipal.

En el fondo no quería casarse, temía que misteriosos peligros le acechasen en la vida matrimonial, peligros nacidos de su niñez sobresaltada en un hogar-infierno siempre furiosamente envuelto en llamaradas de estúpidas discusiones; él sólo había conocido a sus padres a través de un prisma de horas infelices, interminables y doloridas.

Manolo oyó que ella le preguntaba en voz desusadamente alta si estaba todavía al teléfono: "Como no dices ni pío... Si quieres verme...”, y contestó que sí, dónde, y nombró el primer lugar que se le ocurrió en ese momento.

Poco más tarde, ya camino de casa de Teresa, entre miedoso y gozoso, cuando cruzaba el Paseo de la Castellana, vio venir en su dirección un camión grande, oscuro, y no corrió hacia la acera, no hizo nada por eludirlo.

Los viandantes no podían menos de hacerse cruces cuando veían en la cara de aquella rota marioneta una sonrisa increíble.


* * *
Watertown (Massachussets), Junio 2009

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