miércoles, 20 de enero de 2010

La Tertulia del Café Bombón (Historia de Don Facundo Ruiz de la Lerda)


Miguel Morales Merino


DOS BOLLOS SUIZOS Y UN CAFÉ CON LECHE, copita de anís, vaso de agua y puro con muchas vidas y caladas a cuestas. Don Facundo era hombre de costumbres fijas.

En los tiempos de la bohemia, con más pausa que prisa, cojeando entre los adoquines de la Puerta del Sol, se dirigía a la calle de la Madera Don Facundo Ruiz de la Lerda, camino del Café Bombón.

Cariacontecido, despistado, de cabellera y barbas de chivo blancas como la sal, mostraba las arrugas de un sexagenario joven o de un cincuentón viejo, cuando en realidad era más añejo que todo eso. De ojos grandes y grises, unas bolsas de pellejo se adosaban a los párpados como los lechones a las ubres de una cerda muy pálida, de rosadas irisaciones, que cambiaban de color con el pasar de las horas del día. De abrigo raído y bufanda a juego con el iris de sus ojos, calzaba un sombrero hongo, más lustroso por el uso que por lo nuevo, que le quedaba pequeñísimo, aún siendo su cabeza tan alargada que se podría decir que su kilo de seso -que de hecho lo tenía- sería alargado por los polos y achatado por el ecuador cerebral.

Cuando llegaba al Café Bombón le esperaba el camarero, Jacinto, pequeño y correoso como un trozo de cinturón de cuero viejo, un gallego con retranca, pajarita ladeada y ojo de cristal. Se sentaba en su mesa de siempre, hecha de mármol y metal, materiales considerados por nuestro protagonista la más eficaz de las combinaciones entre la Antigüedad Clásica y los nuevos tiempos que corrían. Bella piedra calcítica metamórfica de las canteras de Macael y negro hierro forjado en los Altos Hornos del Norte de nuestra Ibérica Península. Dos bollos suizos y un café con leche, copita de anís, vaso de agua y puro con muchas vidas y caladas a cuestas. Don Facundo era hombre de costumbres fijas como ya decíamos antes. Los otros que por allí andaban se arremolinaban a su vera, como si fueran moscas a la miel. Don Facundo les contaba, entre sorbo y sorbo, bocado y bocado, sus aventuras en el Congo Belga, en el río Marañon, auténtico -decía- nombre del Amazonas, y sobre todo, su contacto con los jíbaros, los indios reductores de cabeza. Llevaba como recuerdo, en su bolsillo, engarzada, por una diminuta oreja momificada, a la cadena del reloj, la cabeza de su amigo Fontesillas, reciclado en aquellas lejanas latitudes por los salvajes. Emilio Fontesillas Azpiri era un dinamitero, un anarquista incendiario, que tras las lecturas de Chesterton y Conrad, mutó al final de su reducida vida -tan reducida como su cabeza- en jesuita con boina que llevaba la Buena Nueva a los indígenas del Paraná. Los jíbaros concluyeron con sus aspiraciones de salva almas, y lo convirtieron en mero acompañamiento del tictac de un reloj.

También estaba Don Facundo inmiscuido en políticas. Fundador de un partido muy minoritario, el PASMA, de ideales progresistas y anarcoides, con veleidades de bomba en mano y culo en silla con un café por delante, su tangencialidad con el orden estaba muy bien vista en reboticas, talleres tipógrafos, zapaterías y obradores de suspiros y piononos. El Partido Asambleario Social Materialista Antigonal tenía tres miembros. Gerardo Pinto Parrales era uno de ellos. Estaba en la cárcel por bígamo, que no por revolucionario, aunque estar casado con dos mujeres, no se sabe si es ser revolucionario o el colmo de la paciencia. El otro, aparte de nuestro amigo Don Facundo, fue Hilario Trebujena Carrión, muerto también a manos de los indios jíbaros, de cuya reducida cabeza se dice que fue comprada por un rey turco que lo llevaba en su turbante entre zafiros y plumas de pavo real. Era muy leal al materialismo antigonal de Don Facundo más que nada porque era el pretendiente de su hija Inesita, siendo pues un agitador por amor. No tenía inclinaciones alborotadoras y solo quería a Inesita, a un gato tan gordo como un buey llamado Arquímedes, y tener en el futuro un bufete de pleitos para ganar muchos duros. Se embarcó con Don Facundo en uno de sus viajes por las Indias Occidentales y jamás regresó. Inesita ya no se habla con su padre, pues la dejó solterona para toda la vida. Además, comentaba con su chacha Nicanora, que eso de tener el novio muerto, hecho pedazos y repartido por el mundo, no era de cristianos.

Don Facundo no se presentó a ninguna elección, Pero fue elegido por aclamación popular, como concejal de festejos de su barrio. Jamás hizo nada al respecto, pero los barquilleros le idolatraban por las calles de Madrid. Y los organilleros le tocaban, mientras paseaba ausente con su ridículo bombín, trozos de zarzuelas, pues sabían que le gustaban.

En la tertulia de todo se discutía, menos de toros. Los toros estaban prohibidos, pues la mujer de un contenturlio, Fermín Melindres, se fugó con un banderillero de nombre Botijuelo, a hacer las Américas, dejándole a su cargo dos hijos, según Melindres, insoportables, que se pasaban todo el día pidiendo y pidiendo, claro, ya lo decía él, ante el vicio de pedir, la virtud de no dar. Dobles cuernos, decía susurrante Don Facundo al ajado camarero orensano siempre que veía la triste estampa de Don Fermín, y el garçon reía el chascarrillo tocándose las orejas y meneándose entre las mesas, contemplando sus dominios.

Don Facundo trabajaba en Aduanas y rara vez visitaba su puesto de trabajo. Era lo que se dice todo un funcionario. Hizo una oposición en tiempos de Amadeo de Saboya, y es por eso que es al único rey al que guarda reverencia. Nadie le echó en falta jamás, solo cuando un día que llovía en el que llegó un chino y no se entendía con los agentes a su cargo. El único que sabía mandarín era Ruiz de la Lerda. Don Facundo estaba en una fiesta flamenca con el Conde de Romanones, que le eximió de tan bizarra tarea mandando al oriental, por mensajero, a tomar por donde amargan los pepinos. Una tarea de chinos, como le dijo el noble con su sorna característica. Don Facundo rió la gracia y siguió comiendo jamón.

Nuestro hombre escribió tres libros, de los cuales se comió uno y medio en un acceso de psicosis neurostémica, que según decía su médico se debía a la ingesta de metales pesados en la selva amazónica. Solo han llegado retales de un manuscrito titulado “Cómo debe lavarse los pies un caballero español y otras bagatelas”.

Según cuentan algunos Don Facundo murió en tiempos de Azaña de un cólico que le dio por comer muchas garrapiñadas. Otros, sin embargo, cuentan que una boa constrictor se lo tragó entero en las junglas de Venezuela, buscando una catarata de esas de postal, dejando solo su salacot.

Lo que si parece que es verdad es que en el Café Bombón la mesa 12 del antiguo sector que un tal Jacinto que se volvió a morir a Galicia administrara muchos años ha, siempre está vacía, reservada, como si de las regiones más etéreas y ominosas del vacío frío de la Eternidad, el espectro de un viejecillo fibroso fuera a retornar al mundo de los vivos para volver a pedir para su estómago ectoplásmico dos bollos suizos y un café con leche, copita de anís y vaso de agua y se volviese a oler el aroma ocre de puro con muchas vidas y caladas a cuestas entre las mesas del hoy ya casi vacío local, remembranza de muchas tertulias airadas y silencioso monumento a un pasado bullicioso.

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